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En la calle 26 de Bogotá, una esquina se ha convertido en punto de encuentro de vivos y muertos, de lo irreversible y lo evitable, de manifestantes y desaparecidos, denuncias, claveles y velorios. Ahí, al lado occidental de la reja que une o separa el Cementerio del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, el mundo de los sobrevivientes promete no olvidar; se reúne con pancartas o tambores, y rinde homenaje a quienes libran sus batallas desde otra dimensión. Esta esquina es un antídoto contra la cobardía; nos deja claro que no hay peor silenciador que la inercia, y que en un país como el nuestro no se puede ser estoico. La indiferencia y el escepticismo son vicios contagiosos, y es preciso vacunarnos a punta de amor y valor.
Desde hace unas semanas y por todo el 2024, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación es la sede de la exposición “Hay futuro si hay verdad”, organizada por la Comisión de la Verdad. Es mucho más que un doloroso repaso de la historia de los últimos cien años de Colombia; es más que un resumen audiovisual de los once tomos del Informe de la Comisión y es, sobre todo, algo que uno no puede dejar de ver, sentir y llevarse amarrado al corazón como un puerto o un velero, como un ancla o un impulso: el pasado es inevitable (lo que ya nos mató no tiene vuelta atrás), pero el futuro todavía depende de nosotros.
La exposición es una experiencia sobrecogedora. Es un espejo colectivo en el que es imposible no verse parcialmente reflejado; y uno la recorre como si fuera un calendario humano, social y político, lleno de voces y fotografías, de duelos y resistencias.
No hay en la exposición un solo centímetro que no tenga sentido; no hay un testimonio estéril ni un mensaje que no impacte alguna fibra de nuestra vida.
6 p. m. Dejo aquí la columna porque el embajador de Palestina dará una conferencia y salgo a oírla.
10 p. m. Con un nudo en el alma, retomo la escritura.
No conocía al embajador, y siento en él a un hombre digno, mezcla de sensibilidad y entereza; tiene la mirada triste y valiente… Son los ojos de la memoria y de quien no se da por vencido. Nos cuenta, con la voz entrecortada y el corazón en la mano, que él no puede alzar su bandera en su propia tierra, porque el suyo ha sido un territorio ocupado desde hace 76 años.
Mientras él habla, veo pasar a su padre en una bicicleta, pedaleando entre Belén y Jerusalén, para llegar a la escuela. Veo al propio embajador, niño de 10 años y a su abuelo de ojos azules que se negó a dejar su casa cuando los expulsó la invasión. Veo pasar a un hombre sordomudo de 73 años, que hace poco fue asesinado por soldados israelíes mientras intentaba explicarles con sus manos que no lo mataran, que no podía hablar, que no podía oírlos, ni a ellos ni al ruido de la muerte. Veo a los miles de palestinos que debieron huir en 1948 y que aún conservan las llaves de sus casas, por si algún día pueden volver. Mientras el embajador habla, veo pasar —entre los asistentes y la noche— a los asesinados en Gaza… los poetas y los maestros, los científicos y los viejos… el 70 % de los muertos son mujeres, niños y niñas.
Desde hace décadas, Estados poderosos han pretendido borrar a Palestina del mapa del mundo, pero ni las 70.000 toneladas de explosivos que han caído estos últimos meses sobre Gaza harán que Palestina pierda la esperanza. No hay muros, hambrunas, tanques ni fusiles capaces de acabar con la cultura de un pueblo milenario. Solidaridad con usted, señor embajador; con usted y con los suyos que, de alguna manera, también son los nuestros.